¿Será verdad que están muriendo en masa las abejas * en los Estados Unidos? ¿Qué significa
que los científicos estén hablando de una suerte de apocalipsis de las abejas?
¿Será verdad que Albert Einstein anunció que la muerte masiva de esas diminutas
criaturas podría acarrear la de la especie humana?
Oímos
decir que Vladimir Putin estuvo a punto de no recibir esta semana a John Kerry
en el Kremlin porque los Estados Unidos se niegan a discutir el tema de las
multinacionales que ahora hacen su negocio con la alteración de las semillas y
la invención de pesticidas y fertilizantes. Y oímos decir que el gobierno
norteamericano no reacciona ante esas empresas que manipulan las especies con
el argumento de que las están fortaleciendo frente a determinadas amenazas, no
porque esté convencido de que los transgénicos no son peligrosos, sino porque
Monsanto y otras marcas están entre los poderosos financiadores de su campaña.
¿Hasta
cuándo estarán los países en manos de esos poderes que están en condiciones de
financiar las costosas campañas electorales de los gobernantes de este tiempo?
¿Y hasta cuándo seguiremos llamando democracia a poderes elegidos por el que
más dinero tenga, esto que Borges llamaba “ese curioso abuso de la
estadística”?
¿Hasta
cuándo la humanidad va a persistir en la costumbre insensata no sólo de
abandonar una dieta alimenticia con cincuenta siglos de seguro, sino de
incorporar a la alimentación cotidiana sustancias a las que se les ha alterado
su estructura con el mero fin de obtener ganancias rápidas y multiplicar la
producción, procesos cuyas consecuencias apenas se habrán probado por cinco o
diez años?
El
mundo es tan complejo, la realidad tan llena de abismos y tan múltiple, que
nadie está en condiciones de asegurar que tiene bajo control todas las
consecuencias de la modificación de un patrimonio genético desarrollado durante
millones de años.
Todos
los días llegan noticias del salmón que tardaba en crecer tres años y al que se
le incorporó el gen de crecimiento de otra especie para que alcance un tamaño
mayor en sólo año y medio; de los conejos a los que se les añadió el gen
luminiscente de un pez del fondo del mar, para poderlos ver en la oscuridad; de
los pollos acalorados y estresados en galpones horribles bajo una luz que nunca
se apaga, y a los que les han modificado la piel para que pierdan sus plumas,
como una manera de hacerles soportable su crecimiento acelerado e insomne.
Todo
indica que aquí y allá cunde la tentación de la monstruosidad. Una ciega sed de
lucro, una urgencia de rendimiento, un discurso de la eficiencia y el
crecimiento avalado a veces por científicos a sueldo y académicos sin
escrúpulos, pone cada día en nuestro plato carnes cada vez más llenas de
antibióticos, pollos saturados de hormonas, quesos con rastros de plástico,
cereales expuestos a plaguicidas derivados de la nicotina que pueden producir
alteraciones fatales sobre especies inofensivas y laboriosas como las abejas de
Virgilio.
Una
filigrana de fina racionalidad en el detalle y de absurda irracionalidad en las
consecuencias permite ya la producción de organismos cuyo único fin es proveer
alimento aprovechable y que por ello no parecen necesitar el equilibrio anatómico
de las especies naturales. Un ominoso discurso que pretende que, siendo
nosotros parte de la naturaleza, todo lo que hagamos resulta también natural,
parece permitirnos toda extravagancia, toda profanación y todo experimento, sin
la menor consideración ética o estética.
Todas
esas cosas podrían ser comprensibles como investigaciones. Pero hay poderes que
pasan enseguida “de la información al asalto”, del experimento a la acción,
movidos casi siempre por los motivos más egoístas, y no vacilan ante el riesgo
de consecuencias irreversibles. Basta una criatura modificada genéticamente,
que se pretendía mantener circunscrita a cierto espacio, y que escape por azar
y salga al mundo, para que por contagio, por la reproducción, por el polen, la
mutación se extienda imprevisible e irrestricta.
¿Cuántas
sustancias químicas inesperadas forman ya parte de nuestro organismo gracias a
los aportes silenciosos y furtivos de la industria? ¿Quién está diseñando
nuestra dieta? ¿Para quién trabajan los científicos? ¿Sabrá protegerse de lo
que se gesta en laboratorios herméticos y en factorías inaccesibles una
humanidad que ni siquiera sabe protegerse de los políticos que le piden sus
votos y de los que manipulan la información? ¿Tienen la industria y el mercado
defensores desinteresados? ¿Hay propósitos secretos pagando verdades a sueldo?
Todas
estas preguntas parecen alarmas de pesadilla y titulares extravagantes de
ciencia ficción, pero bien podrían estarse gestando ahora mismo en los mares
algunas pesadillas que hagan irreconocible nuestro mundo; así como flota en el
Pacífico lo que han dado en llamar el sexto continente, una isla de plásticos
del tamaño de los Estados Unidos; así como el gobierno norteamericano, tan
celoso de las libertades, autoriza el espionaje sobre millones de llamadas
telefónicas, y se niega a aceptar el debate sobre temas que, como el de los
transgénicos, no son asunto de especialistas sino que conciernen a la
conciencia de cada ser humano, a la necesidad de sobrevivir de la especie.
De
sobrevivir, se entiende, con la forma que hemos tenido siempre: con ojos en la
cara y dedos en las manos. Las tabernas de larvas fosforescentes que beben
cerveza y los escarabajos que despiertan en su cama después de algún sueño
intranquilo, es mejor dejárselos al cine de fantasía y a la prosa de Kafka.
Por: William
Ospina (Colombia)
Enviado por: Henry Quintana Girón